Los enemigos de la Tierra
Las catástrofes naturales son tan viejas como el mundo. Lo novedoso no consiste en que ellas se produzcan, sino en que el hombre contribuya activamente a que tengan lugar. Ese aporte escalofriante al desequilibrio ambiental recibe un nombre: "calentamiento global", designación que esconde el papel inductor del hombre en la multiplicación de las atrocidades que enferman la Tierra.
Esto, que de por sí es grave, no es, sin embargo, lo más grave. Lo más grave es que, sabiéndolo, el hombre no arremeta sin más demora contra la devastación que él mismo provoca.
Hay, no obstante, una razón que contribuye a explicar por qué el hombre actúa como un depredador implacable. Su afán de poder y riqueza no cede ante ningún límite: lo enceguece e idiotiza, y le impide comprender que, como asegura el refrán, lo suyo es pan para hoy y hambre para mañana. Estamos, en suma, ante un hombre al cual nada le importa, salvo su instantánea gratificación. Nada le dicen de sí mismo los suelos extenuados, las lluvias torrenciales, los tifones, los calores aplastantes, las nevadas aluvionales fuera de estación con que la naturaleza manifiesta las anomalías que le ha impuesto nuestro tiempo. En todo lo que emprende, lo guía un oportunismo cínico, una avidez sin freno. La Tierra no es para él más que un festivo espacio prostibulario, plaza bursátil donde realizar rápidos y jugosos negocios. Nada le importan las consecuencias de ese apego pavoroso a lo inmediato. Por eso repudia y obstruye las políticas de mediano y largo plazo que permitirían revertir, en algo al menos, tanto desastre. No tiene paciencia, no entiende el negocio. La subestimación de la magnitud alcanzada por el calentamiento global revela un irracionalismo criminal. Estamos ante un drama lindante con la tragedia, que ya no tiene público y actores, sino únicamente protagonistas.
He aquí uno de los tristes rasgos distintivos de esta época: en lo que atañe a la salud del planeta, las acciones gubernamentales y los intereses económicos con ellas conjugados desatienden lo que la ciencia exige tomar en cuenta. El vasto conocimiento disponible no incide en el curso seguido por la acción política, y ello desde hace mucho. Tanto es así que, bien mirada, la actual crisis financiera que despedaza los mejores logros de la globalización no es sino un síntoma más de un mal largamente asentado. En Wall Street no empezó nada nuevo. Lo que allí irrumpió fue otra evidencia del divorcio reinante entre la mesura y la rectitud aconsejadas por la ética y el saber y el desenfreno alentado por la ambición sin escrúpulos. El mismo divorcio que transparenta el curso deplorable seguido por el calentamiento de la Tierra. Al no haber conciliación entre el progreso y la legalidad, el caos y el delito terminan haciendo imposible la concertación armónica entre el hombre y su hogar, nuestro planeta.
Las catástrofes naturales son tan viejas como el mundo. Lo novedoso no consiste en que ellas se produzcan, sino en que el hombre contribuya activamente a que tengan lugar. Ese aporte escalofriante al desequilibrio ambiental recibe un nombre: "calentamiento global", designación que esconde el papel inductor del hombre en la multiplicación de las atrocidades que enferman la Tierra.
Esto, que de por sí es grave, no es, sin embargo, lo más grave. Lo más grave es que, sabiéndolo, el hombre no arremeta sin más demora contra la devastación que él mismo provoca.
Hay, no obstante, una razón que contribuye a explicar por qué el hombre actúa como un depredador implacable. Su afán de poder y riqueza no cede ante ningún límite: lo enceguece e idiotiza, y le impide comprender que, como asegura el refrán, lo suyo es pan para hoy y hambre para mañana. Estamos, en suma, ante un hombre al cual nada le importa, salvo su instantánea gratificación. Nada le dicen de sí mismo los suelos extenuados, las lluvias torrenciales, los tifones, los calores aplastantes, las nevadas aluvionales fuera de estación con que la naturaleza manifiesta las anomalías que le ha impuesto nuestro tiempo. En todo lo que emprende, lo guía un oportunismo cínico, una avidez sin freno. La Tierra no es para él más que un festivo espacio prostibulario, plaza bursátil donde realizar rápidos y jugosos negocios. Nada le importan las consecuencias de ese apego pavoroso a lo inmediato. Por eso repudia y obstruye las políticas de mediano y largo plazo que permitirían revertir, en algo al menos, tanto desastre. No tiene paciencia, no entiende el negocio. La subestimación de la magnitud alcanzada por el calentamiento global revela un irracionalismo criminal. Estamos ante un drama lindante con la tragedia, que ya no tiene público y actores, sino únicamente protagonistas.
He aquí uno de los tristes rasgos distintivos de esta época: en lo que atañe a la salud del planeta, las acciones gubernamentales y los intereses económicos con ellas conjugados desatienden lo que la ciencia exige tomar en cuenta. El vasto conocimiento disponible no incide en el curso seguido por la acción política, y ello desde hace mucho. Tanto es así que, bien mirada, la actual crisis financiera que despedaza los mejores logros de la globalización no es sino un síntoma más de un mal largamente asentado. En Wall Street no empezó nada nuevo. Lo que allí irrumpió fue otra evidencia del divorcio reinante entre la mesura y la rectitud aconsejadas por la ética y el saber y el desenfreno alentado por la ambición sin escrúpulos. El mismo divorcio que transparenta el curso deplorable seguido por el calentamiento de la Tierra. Al no haber conciliación entre el progreso y la legalidad, el caos y el delito terminan haciendo imposible la concertación armónica entre el hombre y su hogar, nuestro planeta.
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